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La boda que llegó a ser funeral...



-RELATO-



(A Gladys Ricart, en el 11th aniversario de su muerte)


Viviana Evora despertó con el ahogo de su mal, deslizó su mano

nerviosa bajo la almohada para encontrar una bombita inhaladora y

recordó entonces que era el día de su boda. Un escalofrío le hizo

pensar que talvez enfermaría y no tendría que casarse, ni salir de

la habitación; ni siquiera levantarse de la cama. No tendría que

vestirse, ni bañarse, solo seguir durmiendo mientras afuera todo

estaba preparado para su boda. O para su funeral. . .



La abuela Estervina vino a sacarla del ensueño, con su ternura

dominicana y su firmeza de india brava. Le preparó un baño caliente

con vapores que había mandado a traer de la montaña, le puso en el

pecho un brevaje de eucalito y luego otro con esencia de yerbas

sureñas...Entretanto, le cantaba merengues típicos, género que tan

de moda estaba a la sazón.


La noche anterior había corrido el rumor de que el último reducto

comunista dispersado por la Cordillera Septentrional, entre las

comunidades de El Toro, Nigua y Carlos Díaz, había envenenado las

aguas del manantial que surtía los diferentes sectores del cantón o

puesto cantonal ¨Pajiza Aldea¨. El mayoral de la finca Evora,

Augusto de nombre, había cortado el suministro y apenas quedó un

tímido chorro para enjuagar la piel embadurnada de la noria Viviana.

Habría que traer agua del río con el camión cisterna para que el

resto de la familia pudiera asearse antes de la boda.


2


Yeyá, que así era como llamaban a la abuela Estervina, decidió

acompañar a Octavio Congojo, el cocinero, en el camión cisterna,

porque era un mestizo con fama de holgazán. Su sospecha era que

Octavio traería agua pestilente con los restos inmundos de las

haciendas y de las lavanderas de los Cacaos, que entre los sitios

con famas de rastreros y antihigiénicos quizá sea este el más. Había

que ir más allá de los cerros, donde el camino era casi

intransitable, pero el agua era pura.


Estaban en la tarea de llenar la cisterna cuando vieron descender el

cadáver. Venía boca arriba, con la parsimonia de la corriente y los

brazos haciendo el gesto de un abrazo al cielo, y con los ojos

abiertos. Terriblemente abiertos.

Era inconfundible. Se trataba de Calixto Rosario.


Octavio Congojo se lanzó demasiado tarde a intentar atraparlo, y la

corriente arrastró el cadáver río abajo. Se detendría sin duda al

chocar con las peñas del sector "La Cacata", donde las lavanderas

huirían espantadas con la visión del ahogado.


Yeyá nunca olvidaría el rictus fugaz de la aparición, y supo desde

ese mismo instante que aquello era el presagio de una desgracia

inevitable.



3



Cristian Cocote había tenido una noche última de amor con Jahaira en

la umbría del cafetal, más allá de los cañaverales. La urgencia del

sexo entre los muslos firmes y de un blanco lunar, le había hecho

olvidar las palabras que se había repetido a solas. --Jahaira, no

podemos seguir. --Jahaira, me caso mañana.


Jahaira sólo quería morirse allí mismo, Jahaira quería huir con

Cristian Cocote y perderse en otros confines, empezar una vida

clandestina sin el capricho inexorable que les había marcado el

destino, lejos de la monotonía de aquel reino animal y vegetal,

emancipados de la rectitud paterna que había decidido para ellos una

vida separada. Jahaira era para Dios, y Cristian Cocote, el

tabaquero, para Viviana.



Cuando se despidieron, Jahaira fue hasta la capilla, ensoberbecida y

rabiosa como una hembra maldita, rogando por la muerte de su hermana

Viviana.



Cristian caminó a oscuras hasta el jeep, con un bocado de impotencia

en la garganta. Apenas sintió el pinchazo seco de una vívora que le

picó en la pantorrilla, y nunca supo que una porción considerable de

veneno le había emponzoñado la sangre.



4



Cristian Cocote debió intuir que algo malo le estaba sucediendo. Un

dolor de fuego le paralizaba las piernas, y apenas podía respirar.

Detuvo el jeep a un lado del camino, sintió frío y se cubrió con una

manta.



Lo encontraron los primeros invitados, que reconocieron el vehículo

en la cuneta, y se extrañaron de verlo dormir cuando debía estar

vestido para la boda. Cristian Cocote ya no vivía.



Cuando iban camino a la hacienda con la noticia, Jahaira estaba a

medio vestir, vomitando como consecuencia de su ignorado embarazo.

Ella debió pensar que era la acidez por los nervios de la boda, y

con las prisas y la confusión se llenó la boca con polvos de sal de

frutas. Corrió hasta la cocina, pero de la pluma sólo salió algo

parecido a la expiración de un moribundo. Las sales la asfixiaron.



La encontró la abuela Yeyá, que acababa de llegar con Octavio

Congojo. Yacía amoratada en el suelo de la cocina.



5



Al conocer las dos muertes, Viviana Evora se dejó caer al suelo,

vestida de novia. Empezó a desgarrar su traje en silencio, pensando

que acaso sus malos pensamientos habían traído la desgracia el día

más feliz de su vida. El día de su boda, efectivamente, fue un día

de funeral. El de las personas que más amaba, Cristian Cocote y

Jahaira, su hermana del alma.



La verdadera historia sólo se supo tiempo después, cuando

aparecieron las cartas comprometedoras de Cristian Cocote a Jahaira,

y se tuvo conocimiento del resultado de las autopsias en cuyo

esperticio encontraron las huellas inequívocas de aquella última

noche de arrebatado amor que vivieron los dos difuntos entre los

cafetales.



6



Viviana Evora se casó con Dios, virgen todavía. No volvió a la

hacienda hasta el día en que el viudo Francisco, su padre, murió de

viejo y de tristeza.

Ella me contó la historia, pues sabía que Cristian Cocote era mi

medio hermano.


Y también sabía que yo decidí irme del cantón ¨Pajiza Aldea¨, el

mismo día que Cristian pidió su mano.

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