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Con Mario Vargas Llosa, por el valor del periodismo


Por Pedro J. Ramírez/Director de El Mundo

En este 2013 se han cumplido 40 años de la publicación de un libro que ha marcado a periodistas y escritores de al menos dos generaciones. Me refiero a The New Journalism, la antología del Nuevo Periodismo editada y prologada por Tom Wolfe. En su estudio introductorio, Wolfe explicaba que, de acuerdo con la tradición literaria norteamericana, el periodismo no había sido sino una especie de «motel de carretera», de sala de espera de segunda clase a la que se acudía para acumular fuerzas, ganar un dinerito y pulir el estilo antes de emprender la quimera del oro, la gran prospección petrolífera en la naturaleza humana que debía desembocar en el «triunfo final», es decir, en la novela.

Wolfe se rebelaba contra esa tradición y ese destino. No sólo reivindicaba el periodismo como género literario sino que alegaba que era al servicio de la reconstrucción de la realidad cuando las técnicas narrativas o los recursos estilísticos habituales de la novela producían resultados más valiosos e impactantes. Y ponía como primer ejemplo de esa brillante narrativa de la no ficción un largo artículo titulado Joe Louis, el Rey como hombre de mediana edad, publicado por un joven reportero de origen italiano en la revista Esquire.

Ese joven reportero de origen italiano usaba ya el seudónimo de Gay Talese y, el año pasado, exactamente medio siglo después de que publicara aquel artículo, recibió en Cádiz nuestro Premio Internacional Columnistas de EL MUNDO en su undécima edición. Como no podía ser de otra manera, yo recordé entonces la profunda impresión que me produjo leer, durante mi primer viaje a los Estados Unidos, su libro The Kingdom and the Power, dedicado a la intrahistoria de The New York Times, el periódico que, entonces y ahora, sirve de referencia, tanto desde el punto de vista de los estándares profesionales como del modelo de negocio editorial.

Un año después, todo coadyuva a que este acto de hoy se convierta en una oportunidad inigualable para la reflexión sobre la naturaleza y viabilidad del periodismo. En primer lugar porque quien coge el testigo de Gay Talese como Columnista del Mundo es Mario Vargas Llosa, uno de los gigantes de la literatura en español de los siglos XX y XXI que con más continuidad ha practicado el periodismo, no desde un motel furtivo sino desde una vivienda permanente con bellas vistas a la plaza.

En segundo lugar, porque el premio Reporteros del Mundo recae en dos personas que están abriéndonos a todos nuevas fronteras: la especialista en redes sociales de ese mismo The New York Times en el que tanto nos fijamos, Jennifer Preston, y su colega Anthony de Rosa que, como director editorial de Circa, está haciendo aportaciones clave en el desarrollo de la información en móviles.

En tercer lugar, porque el entorno de crisis y transformación en el que nos encontramos los medios de comunicación permite percibir de forma más descarnada que nunca la disyuntiva que encaran los poderes públicos y la sociedad en general en relación al periodismo crítico.

Y en cuarto lugar, pero ante todo porque estos premios, no lo olvidaremos nunca, están destinados a honrar la memoria de tres de nuestros colegas, José Luis López de La Calle, Julio Fuentes y Julio Anguita Parrado, que hicieron la suprema ofrenda de su vida en pro de los más nobles ideales de libertad y transparencia que distinguen a la civilización humana. Son tres muertos venerables que, desde el cementerio de la memoria, nos dirigen su serena mirada, año tras año, animándonos a continuar emulando su valor cívico y su dignidad.

Qué más hubiera querido yo que poder rendir homenaje a Mario Vargas Llosa no como Columnista del Mundo sino como columnista de EL MUNDO, porque en ese caso el honrado no habría sido él sino nosotros, como de hecho sucede con el importante diario competidor en el que escribe. Debo decir que el que venga ocurriendo así, a lo largo del cuarto de siglo de vida que está a punto de cumplir nuestro periódico, ha sido la segunda mejor cosa que Vargas Llosa podía haber hecho por nosotros.

Ya que no somos el diario en el que escribe Vargas Llosa, al menos somos el diario que tiene el enorme mérito de competir, en desigualdad de armas, con el diario en el que escribe Vargas Llosa, tratando de suplir su genio con ingenio. Cuando el equipo rival cuenta con el mejor jugador del campeonato, todos tenemos que sudar más la camiseta y eso hace que los éxitos sean doblemente gratificantes. Siendo esto así en lo colectivo, ¿qué cabe decir en lo individual, cuando mis artículos de los domingos pueden ser leídos inmediatamente antes o después de los suyos? He aquí una buena definición del miedo escénico, ¿qué digo del miedo?, del pánico escénico: tener que encontrar cada semana un argumento con el que saltar al estadio y correr el riesgo de que te vayan a medir tomando como patrón oro la «piedra de toque» de Vargas Llosa que, como él mismo recuerda, servía para establecer la calidad de los metales.

Llevo escribiendo cada domingo desde 1978 y no hay semana en la que a partir del miércoles no sienta el aletear de mariposas en el estómago. ¡Quién pudiera segregar literatura como Umbral o tener un gnomo que te resolviera por la noche la tarea! Por eso me sentí tan feliz cuando, en el prólogo de los tomos de sus obras completas dedicadas al periodismo, leí que Vargas Llosa evocaba esa etapa parisina en la que sus artículos le costaban un «esfuerzo enorme», en la que «los días de suerte hacía varios borradores» y en la que «lo bravo -o sea, para mí la pesadilla- era llegar al final de la semana sin saber sobre qué escribiría».

Puesto que al Premio Nobel de Literatura esos artículos le daban «muchos dolores de cabeza», a partir de ese momento todo vértigo, toda cefalea, toda punzada en el espacio intercostal del amor propio quedó transformada en el mejor de los augurios. Y qué decir de su confesión de que, cuando le salían bien, se premiaba a sí mismo con un buen curry de cordero en La Coupole. Ya sabemos, queridos colegas, dónde hay qué cenar y qué hay que pedir para mejorar nuestra escritura.

A diferencia de lo que Tom Wolfe decía 40 años atrás que pretendía hacer, Vargas Llosa no se planteó nunca el periodismo como una alternativa sino como un complemento a sus novelas. Han sido para él amores distintos, plasmados con la misma maestría bajo la «recóndita armonía de las bellezas diversas». Sólo quienes carecemos del don del cielo de la fabulación nos empeñamos, no sin buenos argumentos, en insistir en la primacía de lo veraz sobre lo imaginado. El propio Wolfe, elegido como Vargas Llosa para la gloria, ha resuelto ese conflicto alcanzando en la novela la misma excelencia que en el periodismo .

Vargas Llosa nunca ha concebido sus novelas y artículos como compartimentos estancos pero sí como ámbitos diferentes conectados por sus opiniones e ideales y por lo que él define como «esa pasión infantil por vivir todo mi tiempo hasta los tuétanos». O sea, el Tintín y Milú que todos llevamos dentro. Dice Vargas Llosa en ese prólogo a todas sus «piedras de toque» que, al escribir en los diarios, el lenguaje se transformaba para él en «algo funcional». Basta recordar tantos artículos cargados de vigor narrativo, fuerza argumental y candor literario como han salido de su pluma para darse cuenta de que el Vargas Llosa periodista es la mejor expresión de esa «imaginación con disciplina» que Carmen Iglesias reivindica para el buen historiador. De que el Vargas Llosa periodista ha ejercido siempre como columnista y reportero «con las riendas tensas y refrenando el vuelo», que diría León Felipe, porque ha sido consciente de que, aunque los directores peleemos tanto por las exclusivas, lo único más importante en el debate de las ideas que «llegar sólo y pronto» es «llegar con todos y a tiempo».

Ese es el desafío del intelectual comprometido que ha aflorado una y otra vez en Vargas Llosa al advertirnos de los graves peligros que implica el resurgir entre nosotros de la «cultura de los incultos» que es el nacionalismo. El diario EL MUNDO asume desde luego su llamamiento a movilizar las inteligencias y las conciencias contra estos movimientos retrógrados y degradantes del ser humano que tanto daño están haciendo a la España constitucional.

Debemos respetar -y compadecer- a los nacionalistas de uno en uno. Pero sólo siendo beligerantes, sólo repudiando esas detestables propuestas excluyentes que se plantean en el País Vasco y Cataluña, sólo repitiendo una y otra vez con Vargas Llosa que esos territorios españoles «carecen de una identidad porque tienen muchas», sólo reiterando con él que el nacionalismo es la «peor construcción» que ha surgido de lo que Isaiah Berlin llama «el fuste torcido de la Humanidad», sólo recordando de su mano que «el nacionalismo es una ideología autoritaria y reñida con la libertad» lograremos, como pedía Brecht, que lo que hoy en día se ha vuelto por desgracia «habitual», al menos no se considere «normal».

Nunca como ahora el buen periodismo ha sido tan necesario ni a la vez tan frágil. Esto sí que es una paradoja: en el apogeo de la sociedad de la información vivimos la mayor crisis de los medios de comunicación en muchas décadas. La coincidencia entre los desastres de la economía y el cambio de los hábitos informativos de la gente, fruto del desarrollo tecnológico, han puesto contra las cuerdas a esos pocos periódicos que disponemos de redacciones nutridas, capaces de cubrir con profesionalidad los grandes debates, ser testigos de los acontecimientos más remotos e investigar todo aquello que los poderosos desean mantener oculto.

Por primera vez en dos siglos y medio, la opción de preferir un gobierno sin periódicos y obrar en consecuencia se ha convertido en algo tangible para quienes ejercen el poder en una democracia. No es ocasión para entrar en detalles pero quienes incurren en la fantasía de que, al neutralizar a la prensa incómoda controlarán mejor a la opinión pública, lo que en el fondo anhelan es poder encarnar un gobierno tecnocrático en el que los gobernados no sean ciudadanos sino sumisos refrendadores de sus designios. Y es que un Gobierno sin periódicos, ya lo dije hace meses, sólo puede desembocar en un Gobierno sin país.

Cuando aquel terrible domingo de mayo de hace 13 años, tras un vuelo preñado de angustia, llegué en compañía del entonces vicepresidente político del Gobierno de Aznar al domicilio del valiente escritor cuya memoria da nombre al premio que hoy entregamos a Vargas Llosa, era muy obvio que a José Luis López de La Calle no le habían asesinado por haber sido comunista o sindicalista, que lo había sido, ni tampoco por sentirse español, como de hecho se sentía, sino por ejercer su derecho a disentir y criticar a los bárbaros que pretendían y pretenden uniformar a los vascos. Lo que allí compartimos algunos fue una de esas experiencias que parecerían imposibles de olvidar.

Sin tener que llegar a tales extremos, ese derecho a disentir y denunciar es el más preciado tesoro de una sociedad abierta. Por eso un gobernante se engrandece, en sentido volteriano, cuanto más respeto personal e institucional otorga a quien le fustiga o le incomoda. Por eso se empequeñece y mengua, como un mal traje impropio de su rango, cuando emplea ese poder institucional para realzar a los dóciles y desmerecer a los réprobos. A todos nos gusta sentirnos acompañados y no saben lo que les agradezco su presencia aquí esta noche pero un medio de comunicación se debe al derecho a la información de sus lectores, tanto cuando les da satisfacciones como cuando se ve en la tesitura de darles disgustos. Eso ha sido siempre así pero se vuelve ineludible una vez que el público ha subido al escenario de la información a través de las redes sociales y no está dispuesto a volver pasivo a sus butacas. Nunca como ahora han existido tantos y tan buenos instrumentos para permitir distinguir a quien busca la verdad de quien trata de taparla.

Por eso, al premiar a Jennifer Preston por su extraordinaria labor, integrando las aportaciones de la redacción de The New York Times y de sus lectores más activos en la cobertura de grandes acontecimientos, a través de un blog tan innovador como The Lede; por eso al premiar a Anthony De Rosa por su brillante tarea al desarrollar, como líder editorial de Circa, un nuevo género y un nuevo lenguaje informativo idóneo para los teléfonos móviles y de validez universal, estamos lanzando un mensaje de confianza en el público. Son los ciudadanos, no los poderes constituidos, o menos aun los poderes fácticos, quienes deben configurar el pluralismo periodístico.

EL MUNDO acaba de dar rotundos pasos al encuentro de los nuevos hábitos de ese público, en el convencimiento de que los problemas que nos ha creado la tecnología también nos los resolverá la tecnología y que a estos años oscuros en los que prima la sumisión, cuando no la cobardía, sucederá una nueva edad de oro para la libertad de prensa. Porque cuánto mayores sean las dificultades más se dará cuenta nuestra sociedad de que, por citar por última vez a Vargas Llosa, «sin el periodismo seríamos infinitamente más vulnerables y estaríamos más indefensos ante la adversidad». Y eso se refiere tanto a los impredecibles golpes del destino como a la capacidad de autolesionarnos con las erróneas reglas de nuestro juego político. Frente a unos y otros males, queda la prensa: la mejor «piedra de toque».

pedroj.ramirez@elmundo.es

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