
-RELATO-
Por Johan Rosario
El angosto pasillo que conducía hasta su celda fue, desde luego, el
más largo que nunca recorrí. Aquellos apenas veinte metros resultaron
insufribles, interminables. Era la primera vez que concedía una
entrevista y según las fuentes que consulté nunca antes había hablado a
ningún periodista, ni de prensa, ni de radio y menos aún de televisión.
Detestaba a los medios, según él, porque era imposible que no acabara
salpicado de mentiras y manipulación.
Sin embargo, después de innumerables gestiones y no poca dosis de
habilidad con la dirección del periódico, y con la diligente
intervención del subdirector, allí estaba yo, aferrado a mi grabadorita,
con un sudor denso resbalando por mis espaldas y a punto de entrevistar
en persona a QuIrino Ernesto Paulino, jefe del clan más poderoso del
narcotráfico caribeño.
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—Señor Paulino, ¿en realidad cuántos kilos de drogas llegaron a
moverse bajo su mando? —pregunté súbitamente, en un intento por
desbaratar la pose de suficiencia con que me recibió y tomar el control
de la entrevista.
—Suficiente como para saber que fueron insuficientes.
La ambigüedad de su respuesta, el hermetismo de su mirada y el hosco
acento sureño, que acaso sea el más destemplado en Dominicana, acabaron
por deshacer la precariedad de mi compostura. Comencé a sudar por la
frente, las manos y, ¿cómo no?, por los pies.—Bien… —atusé mi voz y
proseguí el hilo de mi improvisación— ¿Alguna operación la ejecutó usted
mismo en persona?
—Sí —respondió con una serenidad exasperante—. No hay placer que se iguale a tener el mando desde el terreno mismo.
Simulé garabatear algo. Necesitaba tiempo para tomar aire y respirar.
—¿Me permite que le llame sólo Quírino? —Pregunté en tono cordial,
buscando enmendar el mal comienzo y reiniciar la entrevista enfocada
quizás desde un lado más humano.
—Prefiero eso al "don" que ustedes raramente han invocado —me dijo ya
un poco más distendido—. Llegará el día en que tenga el placer de matar
en persona a unos cuantos tipos que hablan por la prensa. Ya eso no
tarda, mi amigo; créame que no —me dijo en un tono algo extraño.
Recuerdo que me sotoreí ante la ocurrencia, seria por demás. No por
que él se riera también o siquiera sonriera, sino por el descaro con que
formuló su amenaza. Pero después de ignorarme me miró con tal fijeza
que logró hacerme bajar la mirada y dejarla clavada en los garabatos
incomprensibles que antes había escrito. Para entonces asumí que el
control absoluto de la entrevista ya lo ejercía él.
Por espacio de un minuto permanecí fingiendo revisar mis notas,
mientras, en realidad, me rompía la cabeza buscando una pregunta, la
pregunta que lograra ponerle a prueba y me permitiera olfatear algún
atisbo de debilidad. Un resquicio por el cual entrar.
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—¿Cree usted en Díos? —Inquirí al fin. Cuando me oí vomitar aquellas
palabras me pareció estar oyéndolas fuera de mí, como si las hubiese
pronunciado otra persona. Lo recuerdo como una sensación de irrealidad
inenarrable.
—¿Y usted? —Respondió impasible. Dudé antes de contestar a la pregunta que era respuesta a mi propia pregunta.
—Sí, soy creyente, pero seguro que a ninguno de mis lectores les
interesa conocer el objeto de mi fe —hice una pausa que se convirtió en
un largo silencio y decidí proseguir aun a sabiendas de que estaba
metiendo un pie en la boca del lobo—. Les interesa saber si un hombre
que a lo largo de su vida ha contribuido a ensanchar el negocio de las
drogas, que ha sido pieza medular en el trasiego de estupefacientes y
que, por consiguiente, ha sido mentor de un daño sin par a la juventud
del país, siente cargos de conciencia.
—Creo que a sus lectores les interesaría saber mucho más cómo su Díos
le eximiría de un asesinato que en su caso luce inexorable, seguro.
No dije nada. ¿Qué podía decir? Bajé la cabeza y volví a enredarme en
mis garabatos. Una gruesa gota de sudor se desprendió de mi nariz y
cayó en el cuaderno justo en la palabra asesinato, emborronándola y
agrandando su tamaño. Una parte de mí lo tomó como una advertencia del
destino; otra, sin embargo, se hizo la ciega empeñada en noquear al don,
a este Quirino que tenía en frente.
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Nadie me prometió que fuera a ser fácil. Pero empezaba a resultarme
raro que una entrevista de aquel calibre se la hubieran cedido a un
articulista de la farándula con no más de un año de experiencia. Era
cierto que trabajé duro para lograr este privilegio, pero empezaba a
vislumbrar algo turbio tras aquella propuesta por la que muchos hubieran
matado. Pero matar es una cosa muy distinta a dejarse matar, que era lo
que yo barruntaba como rúbrica final a mi artículo.
—Y bien… No me contesta, señor periodista de pacotilla... ¿eh señor
Rosario? —dijo aguzando la mirada, queriendo ver más allá de mis
pupilas, del miedo que desprendían.
Esquivé sus palabras. Pero algo quedó revoloteando en mi pensamiento,
mientras pasaba las páginas de mi libreta buscando al periodista que se
había perdido.
«¿Cómo es que sabe mi apellido», me dije. «En ningún momento me
presenté con él. Lo hice como periodista de El Nacional. A secas. El muy
ducho, a estas alturas sabrá hasta el número de zapatos que calzo y
pronto el número del nicho donde descansarán mis huesos.» Ya esto era
rumiar.
—¿Acaso tiene planeado convertirme en una víctima más de su maldad?
En verdad, ¿no se conforma con haber envilecido a la juventud dominicana
a través de las porquerías que con tanta desvergüenza comercializaba?
—bramé lleno de resentimiento—. ¿Qué más da otro? ¿Qué más da que se
pierda un pobre e insignificante periodista que ha tenido la osadía de
hurgar en su pasado?
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Justo iba a decirle que ya me marchaba, cuando él me interrumpió:
—Señor..., ¿Rosario? ¿Verdad? No le informaron sus superiores, los
que mendigaron esta entrevista, que sus horas están contadas, —me
advirtió de frente, con la esperada crueldad de los individuos de esta
calaña.
En verdad me quedé absorto con aquella inusitada pregunta que
formulaba Ernestillo Quírico Paulatino. «¿Y por qué habría de escogerme a
mí? ¿Qué represento yo para que me maten?» Ahora me debatía entre el
miedo y la confusión.
Tras una larga pausa, dijo:
—Como de todos modos morirá antes de salir de esta celda, me importa
un bledo serle franco; total, ya no tendrá con quién airear el móvil de
su asesinato. El subdirector del periódico donde usted escribe —me dijo
sin inmutarse— es amante de la esposa suya. Él quiere verlo muerto. Ya
le di mi palabra de que antes de ponerse el Sol usted será cosa del
pasado. A cambio, él montará una campaña para limpiar mi nombre.
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Me paré presuroso del banquillo e intenté correr. Empero, Ernestillo
Quírico Paulatino me voló encima y tras agarrarme bruscamente por el
cuello, me dijo:
—¿Sabe qué?...Mejor no ponga resistencia. Es mejor que muera con
dignidad, ya todo está arreglado incluso con los carceleros. Mejor pida
un último deseo y créame de verdad que yo haré todo porque se traduzca
en realidad. ¡Ah! ¿Quiere que le cuente algo antes de partir? Déjeme
decírselo. Sí, yo he sido el propulsor del grupo de narcotraficantes más
grande de Dominicana. El camión con los mil trescientos kilos de
cocaína publicado por ustedes efectivamente era mío, pero sepa, mi
querido periodista, que medio país está embarrado junto conmigo. Desde
Malagueta hasta Hipocondríaco, y los que actualmente dirigen consentían
resueltamente mi actividad. Y no sólo eso, mi difunto —así fue como me
llamo—, sino que ellos eran partícipes de la distribución del dinero. A
cada uno le tocó lo suyo. Eso usted lo sabía, ¿verdad?... Pero son de
las cosas que generosamente yo le cuento de primera mano, para que no
ande conjeturándole a San
Pedro y se vaya al cielo como un periodista consumado, como un
comunicador de primera hora que tuvo acceso a verdades que nadie más
oirá de mi boca.
En eso me paré y le pregunté, periodista al fin:
—Quirino, ya sé que me va a matar. Ha sido muy claro usted, pero ¿en
verdad eran mil trescientos kilos de cocaína los que iban ahí?
Sonó un disparo seco y ya sólo recuerdo que, antes de cerrar los ojos definitivamente, me dijo:
—Ustedes bien saben la vaina y les gusta fuñir. Es obvio que eran
más, estúpido. La otra cantidad era superior y fue repartida entre.....
En ese momento perdí el conocimiento.
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Con frecuencia soy recibido por San Pedro en su despacho, quien nunca
deja de preguntarme, con claros visos de morbosidad en sus palabras:
—Oye Rosario, ¿y en verdad tú no sabías que el subdirector del periódico estaba acostándose con tu mujer?...
Irremisiblemente le digo que no, invoco mil peroratas, pero él con cara de escéptico, me dijo la última vez:
—¿Acaso olvidas aquella noche en que invitaste a tu jefe inmediato a
cenar y que tu mujer lo condujo hasta el baño? ¿No recuerdas que duraron
un largo rato en eso? Se me hace cuesta arriba endosar lo de tu
pretendida inocencia, porque esa misma noche el hombre la cogió en el
baño, mientras tú, generoso a rayar, revisabas la edición supuesta a
publicarse al día siguiente...
*Extraído del libro Restos de corazón, del escritor dominicano Johan Rosario.