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LA CRISIS DE LA PALABRA


Por Domingo Caba Ramos
Un amigo y profesor del CURSA (UASD), hace tres años, me motiva para que inicie un proyecto de investigación, y hasta me ofrece sus servicios gratuitos para orientarme y colaborar en todo lo relativo a su desarrollo. Vía correo electrónico, un año después, le envío copia del contenido del anteproyecto. Como veo que pasan los días y no recibo respuestas, lo llamo y le pregunto si recibió el mensaje.

-“Sí, lo recibí –me contestó–. Tan pronto lo lea te llamo o te mando por e-mail mis observaciones”. Todavía estoy esperando la llamada y las susodichas observaciones.

Otro amigo llama un viernes cualquiera y me dice:

-Espérame mañana sábado, a las 9 a.m. que urgentemente necesito consultarte algo. A pesar de que no podía esperarlo, por razones de compromisos laborales, lo esperé, dado el carácter “urgente” del problema que lo afectaba. Esperé, esperé y esperé, pero mi amigo nunca llegó.

Al día siguiente, domingo, me encuentro con él en una de las playas de la costa norte de nuestro país. Se bañaba junto a su entonces prometida en las turbulentas y siempre frescas aguas del Océano Atlántico. Tan pronto me vio se acercó a mí, me saludó con inigualable cortesía y afecto, y me habló de todo, menos del “plantón” que el día anterior me había dado. Ni una sola excusa, ni una sola palabra para justificar la falta cometida.

Al ver que no lo hizo, me ví obligado a recordarle o referirme a su acto de irresponsabilidad:

“Créeme – le dije con inocultable ironía - que te envidio y felicito de todo corazón. Los sinvergüenzas y charlatanes como tú, no mueren del corazón…”

Casos como los antes citados se repiten diariamente, y los mismos ponen de manifiesto un hecho bastante preocupante: la palabra, en la República Dominicana, está muy, pero muy en crisis. Ya pocos sienten orgullo o se interesan por cumplirla. La crisis de valores barrió con ella. Quedar bien o mal da lo mismo. Cumplir es lo mismo que incumplir. El culto a la palabra empeñada, que con tanta vehemencia nos enseñaron los mayores, hace tiempo se borró de nuestro universo mental. Hay que “salir del paso”. Hay que allantar. “Hay que vivir la vida”. Hay que “evitar la fatiga”. Hay que evitar, como recomiendan los estoicos, todo lo que nos provoque intranquilidad y desasosiego.

El sentimiento de solidaridad hace años murió. Ya nadie siente placer por servirle a nadie que no sean los parientes más cercanos. Nadie se siente comprometido a servirle a nadie que no sea su propio yo. Cuando solicitas un servicio, por más sencillo que este sea, con mucho respeto y cortesía todos te dicen que sí; pero muy pocos convierten en realidad ese sí. Vivimos la Era del Yo. Nada que no afecte mi Yo tiene importancia. Hasta las excusas que antes suplían el vacío de las palabras incumplidas han desaparecido del repertorio léxico.

Cada día que amanece comenzamos a operar como si estuviéramos dirigido por un ser invisible que durante todo el día nos repite: “Si puedes cumplir con tus palabras, hazlo. De lo contrario, no te mueras por eso…”

“Todo está en la palabra”, escribió Pablo Neruda. Pero eso sería así en los tiempos del laureado chileno, poeta y Premio Nóbel de Literatura.

Hoy, en los tiempos de la globalización, postmodernos y del Hombre Light, el planteo nerudiano parece letras muertas.

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