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Todo ha fracasado



Por Jaime Bayly
(Un hombre en la luna)

No teníamos un plan cuando salimos de casa, el instinto atropellado nos dictaba la urgencia de salir, adónde íbamos, eso no estaba claro. No había salido todo el día, salvo una visita a la peluquería en la que me cortaron el pelo tan prudentemente que nadie pareció advertirlo, ni siquiera yo mismo, y luego quise pintarme de blanco una uña enferma del pie pero me dijeron que era mejor sacar la uña que pintarla.

Normalmente cuando salimos los sábados sabemos adónde vamos, a qué cine vamos, qué película iremos a ver. No ocurrió esa noche, no era una noche más. El plan era mínimo, conspirativo: ir a una tienda de nombre impronunciable a preguntar cómo se hace para subir la cháchara de un hombre hablantín a la nube virtual. Yo no sé cómo se hace, mi esposa tampoco lo sabe, nadie más está en mi radar y cuando pregunto cómo hacerlo no me saben dar respuesta. Solo sé que hace un tiempo vino al estudio un tipo rarísimo, calvo, orejón, con los ojos saltones, y me ofreció hacer el trabajo, pero sus servicios me parecieron muy caros y decliné y cuando lo llamé ya no contestó.

Ese era el plan, ir a una tienda de aparatos electrónicos a comprar los equipos que hicieran falta para atar unas palabras a una nube, para hilvanar un discurso incomprendido con una mente incierta. Era un plan que se bifurcaba y nos obligada a tomar uno de dos caminos: podíamos ir a la tienda que yo conocía, en un barrio pobre, desolado, sin atracciones turísticas, o a la tienda que mi esposa sugería y decía conocer y cuyo paradero describió vagamente, más bien cerca de los cines del barrio turístico a los que vamos cada fin de semana. Como el plan tácito, sobreentendido, era terminar chorreados en el cine después de equiparnos de los artilugios conspirativos, pareció razonable elegir la segunda tienda, aquella cercana a los cines, de manera que hacia las ocho de la noche estuviéramos acopiando información de inteligencia y a las nueve y media, viendo una película.

A esa altura de la noche, ya lanzados al vértigo de las carreteras averiadas y en reparación, yo sabía que no debía tomar una de las dos autopistas: horas antes, lo había visto en las noticias de las seis, había ocurrido un accidente catastrófico, un choque en cadena, y el tráfico estaba cortado, colapsado, siete heridos al pie de la carretera. El instinto de pirata me previno del peligro y por eso me armé de café antes de salir de la isla y quise comprar flores para darle una sorpresa a mi esposa por llevar tres años casada conmigo pero me ella dijo riéndose, la puerta de la florería cerrada, que el aniversario es dentro de un mes.


Luego, de camino a la tienda electrónica, todo fue una sucesión de vías cortadas, interrumpidas, desviadas, anunciando inquietantemente lo que estaba por venir: el caos, el nudo, el atasco, el embrollo, el embudo, el sofocante cuello de botella, una procesión metálica de ánimos ofuscados y ritmos vocingleros, todo a paso de hombre. En teoría pude haber evitado el caos nefasto tomando la primera salida a la playa, pero esa autopista estaba colapsada, una hilera interminable de luces detenidas encubriendo la rabia de sus conductores, y entonces supuse, tonto yo, que nos iría mejor por la segunda salida, aquella donde había ocurrido el accidente dantesco a las seis de la tarde, pensé que con suerte ya estaría reabierta. Aquella fue la última vez que fuimos libres, cuando pudimos elegir entre una pista que iba a la izquierda y otra que iba la derecha. Pocos minutos después, atrapados en el caos, comprendimos, humillados, rebajados a nuestra condición de chimpancés alocados, que habíamos tomado la decisión errónea, pero ya no había forma de salir de allí, a no ser en helicóptero o submarino, porque ni siquiera pasaban los bomberos o la ambulancia.

De qué hablamos esas horas en la autopista paralizada por una cadena de absurdos accidentes con muertos y heridos y carros volcados deteniendo el tránsito: de sexo, menos mal, de los chicos y las chicas con los que estuvimos aquí y allá y de esta manera furtiva y esa otra manera solapada sin que nos pillasen. Y no sentí nada de estrés y fue estimulante y divertido intercambiar esas confidencias tan impúdicas con ella. Un par de horas después, cuando conseguimos escapar temporalmente del infierno de autos encadenados en una hilera tóxica, ella pidió detenernos en el supermercado para ir al baño y allí terminamos, ella aliviándose en el baño, yo bajando un café puro sin azúcar, luego ambos comprando cosas inverosímiles para resistir, no rendirnos y llegar vivos de regreso a casa: galletas de animales, huevos cocinados, rollos vegetarianos, higos, láminas crocantes de coco, fresas deshidratadas, agua francesa rica en minerales. En los parlantes del supermercado anunciaban con voz risueña que estaba por salir el último tren, pero en realidad ningún tren salía a ninguna parte, así que nos sentamos en una mesa improbable de la terraza e hicimos picnic mirando a la gente. Fue un momento supremamente feliz, inexplicable, absurdo, pueril, una pequeña recompensa por abrazar el infierno motorizado de esa noche sin perder la calma: ya no era posible llegar a ninguna tienda ni película, lo único que contaba era aquello que nos metíamos en la boca y tenía sabor y podía tragarse: huevos sin yema, higos secos, láminas de coco, fresas deshidratadas, una combinación delirante y juiciosa de sabores, olores y colores. Para entonces había dejado el café y me irrigaba con agua, agua rica en sílice y otras cosas que ella me explicaba, mientras yo le explicaba cómo era posible ganar fortunas legalmente, defraudando al Tesoro Público con el permiso explícito de sus representantes: el dinero público es de nadie, como bien saben los pícaros y comechados de aquí y allá que compran dólares baratos del Estado y los revenden al precio real y simulan una operación fantasma y alguien pierde, quién pierde, el Estado, claro, por culpa de unos idiotas que dictan seis tipos de cambio irreales y estimulan formas legales de corrupción. Y a esa altura de la noche uno no sabe si el idiota es el que dicta la política cambiaria estúpida o el que se aprovecha de ella para desfalcar al Estado o el que ve una oportunidad para hacer un negocio pingüe y desalmado y se abstiene en defensa del interés público: me conviene creer que soy el tercer tipo de idiota.

El regreso a casa fue igualmente lento y accidentado y consumió no menos de hora y media, pasando por un puente viejo, recordando a los amigos muertos, intoxicados, durmiendo una sobredosis, derrapando por el centro de la ciudad, perdiéndonos maravillados y sin sobresaltarnos, descubriendo esquinas insólitas debajo de una autopista con aire patibulario, esquivando maleantes simpáticos, ciclistas suicidas, vendedores de pastillas para bailar diez horas seguidas, discotecas abiertas la noche entera, burlándolos delicadamente, todo el tiempo bebiendo agua, no escuchando música, concentrados tenazmente en una sola cosa: no chocar, no terminar detenidos por la policía, dar con una ruta que nos permitiera escapar del caos y volver a la isla, a casa.

Ya todo había fracasado, por supuesto: la conspiración electrónica, la película sin nombre, la posibilidad de una noche tranquila y placentera, y sin embargo lo que había ocurrido era de una intensidad tan afiebrada y virulenta, tan insana y tenaz, tan enfermiza y llena de idiotas en autos chocándose entre sí y tensando el aire, que no cambiaría esa noche de caos por ninguna: no es posible entender lo viciosamente estúpidos que somos sin perder de esa manera una noche en la autopista.

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