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VIOLADORES ENSOTANADOS


  
-RELATO-

Del silencio que quebró su mirada surgió una lágrima. Furtiva. Fortuita. Fugaz. A la niña ya no le caben más dolores en el alma. Demasiado horror para doce años.

María recuerda, retorcida de aflicción, aquellas palabras que siempre pronunciaba el diácono, al inicio de las orgías satánicas: «Discreción, muchachas, discreción, que la carne es débil. A la que se atreva a hablar ¡le coso la boca! ¡O le saco el corazón!».

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Una turbia pesadumbre nubla sus ojos. Su mirada es extraviada. Luce sin fuerzas para tragarse su propia angustia. Aún así, tras enjugar las lágrimas que surcan su tierno rostro, y derramar la mirada hacia ninguna parte, la niña se llena los pulmones de aire otra vez, y dice: «Ellos nos llevaban a la fuerza, nos quitaban la ropa y nos violaban. En total éramos cinco, las otras cuatro menores que yo».

Silencio... Más lágrimas.


Una enfermera del centro hospitalario donde está recluida, a cuya instancia la niña ha abierto el corazón, se le acerca de nuevo y le inquiere más detalles.

Ella, con la cara hecha un tomate, prosigue: «Todos, incluido el diácono Roberto del Mal y los curas Ramonio y Cirilonso, se vestían de mujer. Ellos siempre estaban acompañados por tres y cuatro personas más. Era espantoso, pues aparte de violarnos siempre mataban animales y tomaban toda su sangre. A veces nos hacían beberla, también».

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Ataviados más por la inmundicia de su alma que por la sotana en que aún se encubren, el diácono Roberto del Mal y los curas Ramonio Padial y Cirilonso Siniestro sentían la arrogancia de lo infringido. Se creían inmunes.

En principio, se practicaban tres sesiones semanales. Al cabo de un tiempo, sin embargo, los 'cultos' se convirtieron en algo cotidiano.

Tan convencidos estaban de que todo pasaría inadvertido, que con el tiempo fueron agrandando el número de asistentes a las ignominiosas ceremonias. «¡Él es grande!», decían.

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—Queremos que busquen mujeres embarazadas por todo el pueblo —pidieron un día sin ruborizarse—. No existe nada más reconfortante a sus ojos que la sangre de una embarazada y su feto. ¡Satanás es grande! ¿Quién más encumbrado que él? ¡Su gratificación nunca es tardía!

Los cómplices de estos sádicos hombres de Dios no tardaron en complacer su sórdida petición.

—Ya tenemos una ubicada. Será esta noche, padres —dijo lleno de emoción uno de los alcahuetes—. Lo más interesante es que está al parir y así todo es más fácil. Su asistencia está confirmada.

5

Con ademán inquieto, la enfermera del hospital sigue reclamando de la niña más informaciones.

María, cuya cara aún sigue bañada por las lágrimas, alza el rostro otra vez. Destella una mirada en la cual cabría todo el amor del mundo.

Acto seguido dice:

«Después de un tiempo, la esposa del diácono Roberto se unió a las sesiones. Recuerdo claramente que fue ella quien dio la orden una noche de atrapar al primer muchacho que anduviera en la calle. Los miembros del culto salieron y en no mucho tiempo trajeron a un joven como de mi edad».

Silencio.... llanto....

«Yo... yo recuerdo que el diácono hizo a una de mis amiguitas tomar un cuchillo. Ella no quería, pero él la forzó. Al ver que se resistía le agarró la mano y clavó el cuchillo más de diez veces en el cuerpo del joven, a quien ya habían amarrado con una soga. El muchacho se murió casi de una vez».

Continúa el llanto. Parece que ya no puede más... La enfermera, empero, la empuja, como queriendo acentuar su rabia oyendo el tenebroso relato. María renueva sus fuerzas y prosigue con las insólitas revelaciones:

«A ese mismo joven asesinado le cortaron su bimbín (pene). Luego el cura Cirilonso lo tomó en sus manos. La sangre chorreaba como un río. Lo puso en la nevera y como a la hora lo trajeron y nos hicieron chuparlo a todas, así, congelado. Mientras eso ocurría, el padre rezaba. No era un rezo normal, no. El decía más o menos lo siguiente:

¡Viva Satanás!... ¡Tú eres grande entre los grandes!... ¡He aquí la sangre prometida! ¡He aquí todo lo adeudado! ¡Qué reine por siempre tu maldad y que sea tu voluntad, no la de Dios, la que continúe gobernando el mundo!».

6

La dantesca pesadilla de estos niños era completamente ignorada por la sociedad. Mientras el diácono Roberto y los curas Cirolonso y Ramonio y la legión de enfermos que le acompañaban al frente del albergue católico Ciudad del Niño San Francisco Javier, en el recóndito San Rafael del Yuma, Higuey, acometían las más atroces perversidades, la sociedad toda y algunos parientes de los niños huérfanos se sentían del todo satisfechos.

«Hay que apoyar a los curas del albergue», pregonaban. Ésta es gente cuya loable acción les ganará la gloria.

Desconocían, no obstante, que aquel lugar era un verdadero antro del diablo. Y que si algún lugar merecen sus regentes, ése es el infierno.

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La voz de la niña es tan quebradiza que ya no puede más, pero la conciencia que ha ganado del significado de su historia la ha tornado ávida de relatar aquellos aciagos sucesos que la laceran. Ante la solicitud del médico que se adhirió a la enfermera en su actitud inquisidora, la niña pide lápiz y papel y escribe:

«Aunque fueron muchas las personas asesinadas y quemadas vivas, la que más me dolió fue la de la mujer embarazada. El padre Ramonio cogió una navaja y le abrió la barriga. Le arrancó su mondongo y nos lo sobó por todo el cuerpo a las niñas. Este culto me duele más que todos y recuerdo que fue en el altar de la Iglesia. Había varios muchachos varones también. Todos fuimos violados en el altar. Después de esto sacaron los restos que quedaban en la panza de la mujer y embarraron también a los varones. Se oyó un grito de repente. Era el niño que, por fortuna, había nacido con vida. Una mujer que estaba presente intentó ir a tomar el niño, pero el diácono Roberto se paró más rápido que ella y con un machete cortó una tira que tenía el chichí (niño)... Pero después... [llanto...] tomó un cuchillo de la cocina y puyó al bebé más de cien veces. Cuando ya lo que tenía eran trozos de carne en sus manos se puso a rezar y a agradecer al diablo: ¡He aquí sangre de tu sangre! ¡He aquí lo prometido!».

8

El diácono Roberto del Mal y los curas Ramonio Padial y Cirilonso Siniestro jamás imaginaron que los niños hablarían. Hoy purgan varias penas. En varios frentes el infierno les ha abierto sus puertas. De par en par la conciencia, la cárcel y la sociedad han abierto las rejas de su venerado refugio. Ya están, por fin, al lado de su mentor.

La repulsa es general. Tan deleznables hechos han conmocionado en todos los confines.

«¡A esos miserables hay que matarlos sin vacilaciones!», proponen muchos. «Así, de una vez y para siempre, se juntan con su adorado diablo».

Quienes así hablan olvidan que esta gente y Satanás son una misma cosa. Él es inherente a ellos. Hace tiempo que arden en la misma hoguera en la que Dios confinó al pájaro malo.

9

María acabó de escribir su texto. Las lágrimas han atiborrado el papelito. Aún así, se entiende claramente lo que escribió (sic):

«Yo quisiera que se haga juticia. Tratare de olvidarme de todo eto, pero no es tan fasil. Mi mayor dolor es que aora a todo le tengo miedo. No me ciento lita para querel a nadie. Ciento que odio a todo mundo. Estoy futrada. Sel biolada a los hochos años no se olbida tan fasil. No ce si usted, dotol, que es quien a hecho nuestro análisis que demuestran que esa gente se rovó la vilginidad de todas nosotras, podrá comprendel lo que quiero decir. Pero es difícil saber que un cura puede matar, veber sangre, quemar gentes vivas tampoco es sencillo. Yo bi todo y ese recuerdo se ha quedado gravado en mi mente. A cada hora, a cada minuto, a cada segundo, beo los cuerpos mutilados. Beo la sangre que corre. Y beo, que es lo más doloroso, al cura subido encima de mí».

10

A los más de treinta niños víctimas de los espantosos sucesos que aquí se hacen constar, el recuerdo los taladra. No habrá cómo resarcir tanta maldad.

El centro que debió formar a las inocentes criaturas terminó arruinando sus corta vidas. Sus inocentes corazones están destrozados. Las heridas son incurables.

Entre tanto, el desprestigio de la Iglesia Católica es creciente. Ha sido tímida la reacción del clero ante estos hechos. Apenas una que otra declaración insuficiente. A regañadientes...

*Tomado del libro Restos de corazón, de Johan Rosario.-

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