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La venganza


 -RELATO-

Estaba tan absorto en la lectura de su nuevo libro que era ajeno al bullicio de la parada. Apenas levantaba la cabeza para cerciorarse de que el reloj aún discurría algunos minutos antes de abordar el autobús. Luego volvía a sumergirse entre las páginas de Ensayo sobre la ceguera, y a desaparecer ante el resto de miradas. Un sonido sordo, anquilosado, lo hizo regresar de su abstracción. Eran las 5:30. Hora de salida. Se levantó y, de súbito, se estrelló contra unos ojos. Lo miraban como queriendo descifrar sus secretos, adivinando sus miedos, como queriendo leer detrás de su mirada. Ella caminaba hacia él. Él se detuvo, paralizado, mientras por el altoparlante anunciaban la última oportunidad para abordar. Hechizado, no pudo hacer otra cosa que rogarle a Dios que pasase de largo, que lo dejara allí, y le permitiera recuperar la vida. Pero, no, ella se fue directamente hacia sus ojos y se detuvo apenas a un par de palmos, sonriéndole con la mirada. —José Saramago… —dijo ella, resquebrajando la escarcha que se había formado alrededor suya—. ¡Es, sin duda, mi escritor preferido! Luego enredó uno de sus rizos en su dedo índice, le soslayó la mirada, y continuó caminando como si nada. Cuando él logró tomar el control de su cuerpo, se giró intentando localizarla en algún punto de la parada. Apenas era visible, pero sí, estaba allí sentada en una de los asientos de la estación Terrabus. Llevado por una fuerza ajena a su voluntad, comenzó a caminar en la dirección dónde ella lo esperaba. Un tercer y último aviso lo hizo detenerse. Llamada final para pasajeros viajando a Dajabón. Estaba a punto de perder la guagua, pensó. Un instante bastó para que desistiera. Para que arrojara toda suerte de justificaciones sobre aquel hecho casual e injustificable. Para que dejara que el autobús se marchara sin él.


La mujer estaba impregnada de una belleza difícil de describir, quizá porque era de aquella clase de bellezas que se nutren desde dentro, desde el alma, y ella parecía vivir muy en paz con esa parte de si misma, tanto, que lo miraba con una serenidad que le era abrumadora. Por un espacio de tiempo indescifrable, permanecieron mirándose sin hablar, sin gesticular, sin estar pendientes de otra cosa que no fueran los ojos del otro. —¿Me conoces…? —Alcanzó a decir, no sin esfuerzo. —¡Puede ser! —Contestó ella—. Dependerá de si tú me conoces a mí. Entonces enrojeció. Se enredó al intentar decir algo. Miró para un lado y luego para el otro, intentando atraer de su memoria algún retazo, alguna hebra de la que tirar, algún indicio por vago que fuera. Fue en vano. No la conocía de nada, o al menos, no podía recordarla y eso era aún más frustrante, dado que aquella joven sí parecía reconocerlo a él. —¿Has leído ya El ensayo sobre la ceguera? —Dijo mientras le auscultaba el sonrojo. —No —contestó lacónico, sin querer despegarse de sus pesquisas, de su inmersión por los vericuetos del pasado—. Lo siento, pero no logro recordarte. ¿Quién eres? —Soltó como en un bramido. —Creo que es la mejor novela que ha escrito Saramago y una de las mejores de todos los tiempos —dijo ella—. Ninguna se le acerca, al menos eso opino yo y también… —lo miró con cierta complicidad— Agustín, mi hermano. Recordaba a un tal Agustín, un companero que se sentaba a su lado en la Sergio Hernández. Fue durante dos o tres años su socio fiel en toda suerte de fechorías y travesuras, pero por ninguna parte lograba hallar rastro de su hermana.



—Entonces, eres hermana de Agustín ¿qué tal le va? —Preguntó más como recurso para ganar tiempo, que por sincero interés. —Ejerce como abogado —se mesaba los cabellos enredándose los dedos con una sensualidad desconcertante—. Ahora trabaja en la oficina de los hermanos Amarildo.



Ella encendió un cigarrillo Constanza. Soltó el humo hacia arriba, situándolo entre los dos, dejándolo suspendido entre aquellas dos miradas inquisitivas que se adivinaban el pensamiento. El primero en profanar el silencio fue él. —¿A qué has venido a la parada? —Preguntó simulando desinterés por la respuesta, cuando en verdad hervía por saberla, cuando en verdad reunía todas sus esperanzas en que fuese él la única razón. —Estoy esperando a un amigo. Viene en el autobús de la Capital.¡Un amigo! Gritó en su interior. Al instante lo situó en el lugar donde situaba a sus enemigos. Pero será solo un amigo o un amigote o uno de esos gays empalagosos que se cuelgan de una mujer solo para sobarla y contarle sus desamores o será algo más que un amigo, quizá un amante, quizá un amigo con derecho a compartir cama, con derecho a penetrarla hasta perforarle los sentidos. Luego se censuró por no conducirse mejor en mitad de aquel torbellino de pensamientos desaforados. Lo que debía preocuparle era qué demonios hacía ella allí con él, el hecho de si había sido casual aquel encuentro y qué iba a hacer cuando apareciera el susodicho amigote. Lo mejor largarse, concluyó. Pero luego sintió una punzada lacerante corroyéndole la conciencia, tanto que comprendió de inmediato que no podía separarse de aquella criatura, que se sentía ya enredado en su mirar inquietante, en lo aviesa de su belleza. Durante un rato hablaron de vaguedades, del tiempo y de otras cosas que ambos usaron para disuadirse mutuamente de tocar de nuevo aspectos comprometidos del pasado. Aquéllos que arrojaran luz sobre las circunstancias en las cuáles ella lo conoció allá en los borrosos años de su infancia. Un estruendo y el aviso por altoparlante sobre la llegada de la gugua proveniente de Santo Domingo llegaron al unísono a sus oídos, entonces temió que el tal amigo pronto ya los iba a acompañar. Giró la cabeza y, en efecto, el autobús acababa de llegar y los pasajeros ya descendían en ordenada procesión. Esperaron cinco minutos, diez... pero nadie con la descripción que ella le hizo bajó del vehículo. Nadie al menos que ella esperara.

Un instante de indecisión fue el preludio de toda una declaración de intenciones. Te invito a cenar, le dijo él. Mejor te invito a casa, propuso ella. Y tras un arriesgado periplo por las principales calles de Santiago, La Cuba, Las Carreras, la 30 de marzo, en el carro destartalado de un taxista más temerario que audaz en el arte de conducir y con merengues típicos de fondo, llegaron a un apartamento deliciosamente perfumado, con una decoración frugal en tonos suaves. No tardaron en deshacer las sábanas e impregnarlas en sudor. No tardó él en recibir claras señales que le alertaban sobre su disponibilidad, sobre su deseo, sobre su ardor. Y así tomó la iniciativa, aleccionado por una mujer que no pedía con la palabra, si no con el mirar, con el refulgir de una mirada que restañaba en sus pupilas como crepitantes gotas de lujuria. La luz mortecina del ocaso se filtraba por el gran ventanal del dormitorio, advirtiendo de la llegada de la noche. Ahora qué hacemos… pensó él. Se sentía a gusto junto a aquel cuerpo sudado, se sentía atraído por aquella mujer de ojos alborotadores, pero se sentía aún más atraído por la oscuridad que la envolvía, por aquel halo de misterio que no conseguía deshacer, que la perseguía, perenne, por más que intentara saber de ella. Él propuso cenar algo. Fue a husmear a la cocina, halló unos panes y preparó unos sándwiches. Agarró una bandeja, unos vasos y abrió un Brugal Añejo para embriagarse ambos y soñar despiertos. Cuando regresaba al dormitorio, con Anthony Santos de fondo y sus bachatas estridentes, se propuso que no saldría de allí sin saber la verdad de aquel encuentro, la verdad de sus intenciones y, sobre todo, la verdad de sus sentimientos. La observó detenidamente. Era aún más hermosa desnuda, más mujer. La noche ya dominaba toda la panorámica que se divisaba tras el ventanal y cientos de luces surgieron de la nada para salpicar de amarillo el horizonte. Ella lo besó, lo abrazó e ignoró la comida. De nuevo hicieron el amor, vaciando la fogosidad como un fuelle se vacía de aire, como el deseo que se derrama entre las sábanas. Cuando acabaron, él preguntó sin previo aviso. —¿Qué quieres de mí? ¡Dime la verdad! Ella lo miró. No dijo nada. Solo dejó enfriar en sus ojos una tibia mirada que venía a decirle te quiero. Él no contestó a su mirar, cerró los ojos y trató de encontrar alguna fisura en aquella declaración de amor. Pero no la hallaba. Entonces la besó dando libertad a la pasión que lo espoleaba, entregándose como un todo, como un nada. Entonces murió él y nació el amante, murió la desconfianza y nació la entrega.



Cuando despertó, ella no estaba en la cama. La buscó desnudo, resuelto de nuevo a conquistarla, pero la encontró vestida y con una expresión de indiferencia ante su desnudez erguida, ante sí mismo, que lo dejó sin palabras. Se vistió y se sentó frente a ella. Había comenzado a desayunar sola. Lo miraba con voz chirriante, tal como sentir arena en los ojos. La mirada era un puro insulto, un discurso de incoherencias y despropósitos. —¿Quieres la verdad? —Dijo ella, alzada en algo parecido al rencor. El asintió con un movimiento de cabeza. No podía creer que aquello le estuviera sucediendo. Quizá acabaría despertando y podría abrasarse a ella y sentir de nuevo la calidez de su piel. —Soy la hija del conserje de la Sergio A. Hernández. Y es un hecho normal que no me reconozcas porque no me parezco en nada a la niña gordinflona que fui —dijo ella—. En muchas ocasiones nos vimos las caras y en muchas me humillaste. Solías llamarme la gorda del conserje y así le arrancabas sonrisas maliciosas a tus compañeros. Solías lanzarme piedras, escupirme a la cara, levantarme las faldas para pintarme en las piernas garabatos obscenos. Tu amigo Agustín, con quien trabajé en su oficina un par de meses, era uno de tus secuaces preferidos. Ya me he resarcido de él y, como tú, cayó como un endeble corderito en mis garras. Ahora me queda limpiar mi dignidad con el más travieso, con el más retorcido, con el que más gusto me va a dar. Entonces sacó un arma de debajo de la mesa, lo apuntó y disparó. Él dio un salto hacia atrás, estupefacto. Se cubrió el pecho, la cara y después escuchó una carcajada. Se ríe y todo, la muy zorra, pensó. De repente comprendió que no sentía dolor. No veía sangre. Miró la pistola. De su boca colgaba una llama azulada. Era un arma de mentira. Para bromistas incautos y crueles, pensó. Mientras la miraba boquiabierto se sintió enrojecer. Sintió tal vergüenza que salió disparado de aquella casa y jamás volvió a ver a esa mujer, jamás volvió a contemplar lo insólito de su belleza, jamás cruzó otra mirada con aquellos ojos turbadores, jamás, salvo en la oscuridad de sus pensamientos. Entonces siquiera quería confesarse a si mismo que la amaba, que su venganza lo iba a perseguir ya de por vida, por que de por vida se sorprendería vagando en su recuerdo, en su añoranza y andando con las bachatas de Kiko Rodríguez para siempre: Que me llamen Vagabundo, borracho y loco no importa. Ëstoy bebiendo por esa mujer, que ha destrozado todo mi querer, y se ha burlado de mi corazón...no tengo amor...Ella se fue, me abandonó y destrozó mi corazón...

*Tomado del libro de relatos Amores que matan, de Johan Rosario.-

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