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Los aspavientos del señor Canciller


El embajador Karl A. Kohler no mintió. Las carencias dominicanas en el plano social y cultural son cada día más profundas. Mal hacemos en convertirlas en parte de la idiosincracia vernácula. El canciller Carlos Morales Troncoso tiene la sensibilidad a flor de piel. En sus reacciones frente a las críticas de terceros, casi siempre embajadores con un pie en el estribo, hay algo de incongruente, de disonante, con la estirpe que le atribuyen. Hace apenas dos meses, el premio de Derechos Humanos de la Robert F. Kennedy Memorial a Sonia Pierre lo sacó de sus casillas. Sus declaraciones de entonces fueron patéticas. Ahora lo desquicia el embajador alemán Karl A. Kohler, al decir de quien el país es inseguro, desordenado y sucio, y los dominicanos maleducados e impuntuales. Si impolítica, que no falsa, es la declaración del diplomático teutón, aspaventosa es la respuesta del canciller. Falta elegancia en su deseo de que a Kohler “buen viento lo lleve” y sobra histrionismo en su defensa de la “dignidad” colectiva. Su apelación al derecho de autarquía crítica del dominicano es paradójica. Porque no hay foro, aquí y acullá, en el cual Carlos Morales Troncoso no pregone con desbordante orgullo la inserción del país en la Arcadia global y posmoderna. Ni podio que desperdicie para ensalzar el mito de un país abierto al mundo en lo económico y en lo cultural. Ahora resulta que los dominicanos rechazamos “tajantemente” que Kohler o cualquier otro “extranjero” venga a dictarnos normas y a denigrarnos “y menos en la tierra que nos vio nacer” y que encima, “nos cobija”. Queremos las inversiones de Alemania, o de cualquier otro país, pero no lo que diga sobre nosotros el embajador. Queremos sus turistas, pero no que nos enrostren por qué los perdemos. Y, desde luego, queremos que nos reciban en las sedes de Gobierno, que eso va para el álbum y para el currículo de insulares desconcertados y ávidos de roces que le empinen la estatura. ¿Mintió Kohler? No, dijo lo que muchos dominicanos y dominicanas decimos todos los días: que el país es cada vez más inseguro, más desordenado y más sucio y su gente en franco y acelerado retroceso en la línea del desarrollo humano. Anómica, la sociedad camina a la deriva, sin ley ni norma que valga. Los pujos de nuestra modernidad son ornamento. La realidad es la cotidiana de la calle, donde la conducta de la gente es agresiva, irrespetuosa y animal. Una animalidad a tono, sea dicho, con el entorno mugriento de una ciudad llena de basura, de hoyos, de tarantines, de construcciones que no respetan lindes ni aceras, ni nada. Una ciudad donde los semáforos son meros colgajos en la maraña de un tendido eléctrico sin esperanzas de ser soterrado. Una ciudad –y sociedad— de machos de pelo en pecho que tienen en el carro y la pistola una extensión fálica. Una ciudad ensordecedora, porque el dominicano y la dominicana se jactan de su capacidad de ruido. Enfermos de egotismo fantasioso. Banales, incultos, miméticos. Intolerantes, groseros, incapaces de decir “gracias” pero propensos a decir “mi amor” porque no conocen límites, y tratan a todo el mundo como si fuera su “pana full”. ¿Efusividad? ¿Amabilidad? No, mala educación, desparpajo, insolencia.

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