Hasta hace apenas unas décadas atrás, la insularidad seguía pesando sobre el dominicano como una losa funeraria. Ni siquiera la diáspora, ya para entonces afirmando la identidad criolla en lugares insospechados del globo, tenía como tiene hoy la capacidad de fermentar la cultura con sus nuevos usos cotidianos, aprendidos a golpe de desconciertos. Pero el mundo de hoy ya no es el de ayer y “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Al cambio ha contribuido una serie inabarcable de factores, entre ellos nuestro todavía tímido asomo a eso que los especialistas han dado en llamar “sociedad de la información”. Con poco más de 200 mil cuentas de Internet residenciales, una parte relevante de la población alfabeta puede encontrar, si a ello se dispone, el dato que desee sobre cualquier tema. No es información exhaustiva, y salvo un acto de reprensible deshonestidad intelectual, la acumulada por esta vía es impresentable como acervo construido en el tiempo. De todos modos, como me dijera alguien muy amado por mi corazón, desde que Internet existe todos parecemos más inteligentes y formados de lo que realmente somos. Por ejemplo, gracias a Google, el buscador supremo, es posible rastrear la genealogía de algunos discursos políticos y descubrir que sus autores son padres putativos de los conceptos clave que articulan. Valgan los de “economía blindada”, “capitalismo de casino” y “destrucción creativa”, todos con data diluvial aunque se los presente como novísimos. No hay que ser especialista en la conducta humana para adivinar en este juego de ocultaciones una manera de ver al otro que recibe lo que uno dice. En el caso del presidente Leonel Fernández, verbigracia, es notoria su tentación de convertir sus discursos políticos –excepto los de campaña— en tesis sociales y económicas utilizando conceptos que los legos ignoran. A todas luces, busca un efecto deslumbrador que alimente su imagen de intelectual que planea, no sin caritativa condescendencia, sobre el mar de la ignorancia dominicana.
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