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Trujillo y Leonel, los académicos de la lengua


Por Andrés L. Mateo


El año 1955 fue un año en el cual el exhibicionismo trujillista vistió sus mejores galas. El poder del “Jefe” se había consolidado enormemente en la década de los años cuarenta, y todo el potencial industrial del país, las edificaciones de las instituciones públicas, las bellas artes, el campus universitario, la extensión de la electrificación, el sistema de hospitales, etc., hablaban de la vocación de eternidad del régimen. Aquello que se llamó “Feria de la Paz y confraternidad del mundo libre”, evento de relumbrón internacional que era el punto culminante de las celebraciones del veinticinco aniversario, incluyó también la publicación de la famosa colección “25 años de historia dominicana”, compendio florido del pensamiento trujillista reunido para magnificar las glorias inmarcesibles del Príncipe. Fue en esta atmósfera, en el año 1955, que el “Generalísimo y doctor” Rafael Leónidas Trujillo y Molina entró a ocupar un sillón como académico de la lengua, correspondiente de la Real Academia Española. Este galardón era la culminación del lambonismo nacional, y la exaltación lógica del caudillo a quien las complacencias literarias servían para trascender la violencia que lo signaba. El primer maestro de la nación, el padre de la patria nueva, el primer carpintero del país, el mejor dentista, el más macho del mundo, el tíguere bimbín de la patria, el cura ardor de todas las mujeres, el indiscutible poseedor de los más largos etcéteras, pasó a ser, además, miembro de número de la Academia de la Lengua. Leyendo hace ya muchos años los legajos del Archivo General de la Nación, en los cuales se consignan algunas de las argumentaciones que llevaron a Trujillo al sillón de académico, no pude menos que sentir vergüenza ajena, revirándome en la mortificación de la retórica infame que lo hacía un símbolo alejado de la práctica brutal que lo caracterizaba. Ese León afeitado, revestido del poder de la Academia de la Lengua, era la buena conciencia de vincular un pensamiento y un acto. Derribados ya todos los límites de la abyección, era natural que el último reducto de la libertad, la lengua, sintiera la significación penetrada por lo sagrado, de ese poder que lo avasallaba todo. En el trujillismo, la opresión llegaba hasta la lengua misma, hasta elsilencio, hasta la apropiación de la memoria. Pero yo no escribo este artículo para recordar el grado tan exagerado de degradación moral que vivió el país con el trujillismo, sino para anunciar que la Academia Dominicana de la Lengua acaba de seleccionar a Leonel Fernández como académico de número, lo cual agrega a la historia del lambonismo un penoso espectáculo más de humillación. La palabra y el pensamiento son territorios de la libertad individual por los que este país ha pagado un alto precio. Trujillo y Leonel como académicos de la lengua son una imposición, no un valor.

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