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Resurrección de la palabra: presentación del libro "Amores que matan"

“…todo artista auténtico lleva su Cristo interior completo: con su vida, su pasión, su crucifixión y su muerte, pero también ¡oh, ironía! con su resurrección.”

Palabras de presentación del libro

Amores que matan (2009)

del autor dominicano Johan Rosario

Para quienes llevan apuntes sobre estos menesteres de la literatura, debo aclararles que las siguientes líneas que voy a leerles no constituyen un análisis literario pormenorizado del texto que nos ocupa aquí. Aunque me adentro en algunos aspectos del texto, dejaré a un lado ciertos asuntos que, por formar parte de un acucioso análisis literario del mismo, podrían distraer el enfoque que me interesa hacer con estas breves palabras de presentación del libro de Johan Rosario. Amores que matan, es una colección de relatos en los cuales Johan Rosario, desde las primeras páginas del texto, nos deja más que claro que su literatura está profundamente enclavada en la situación sociocultural y política del sujeto social que pulula en sus escritos. La misma dualidad del título de la obra nos revela una genuina preocupación por lo humano, evidente hasta en el envase escritural del discurso martillado letra a letra, palabra por palabra: somos capaces de dar amor, pero al mismo tiempo llevamos la daga de la muerte presta a incrustarse en el cuerpo que abrazamos con fervor de amantes cincelados por realidades históricas. Decía Don Manuel del Cabral que “lo que sostiene las grandes obras del arte universal a través de las edades es, precisamente, lo que ellos no quieren tocar: lo humano” (ídem: 163). Cabral aquí se refiere a las nuevas generaciones de artistas que claman por la supuesta “muerte” del sujeto y piden a grito que la obra se encierre en sí misma para hablar sobre sus propiedades y atributos, no sobre el prójimo y sus circunstancias. Cabral también afirmaba que “Sólo cuando el artista comprende que su arte es para el hombre, está más cerca de Dios porque está más cerca del bien” (ídem: 164). Pues como les decía antes, en la narrativa de Johan Rosario es notoria esa necesidad por escribir para el prójimo y sobre el prójimo. Y lo hace no como un simple acto de prédica acusatoria, sino como ejercicio de reflexión colectiva donde el sujeto puede ser el mismo autor desmenuzando biográficamente su propia historia como hecho de complejidades sociales. Toda historia es parte de una historia más amplia y compleja y el secreto para escalar hacia una proximidad de la entereza del ser es deshilachar esas capas de historia y ubicarlas en sus respectivos peldaños históricos. Así actuando, sabremos que el discurso es más que texto y palabras, aunque éstas perezcan abrazadas por amores que matan. Leer a Johan es leer la historia de un discurso que tiene dueños, historia y geografías. Eso queda hartamente claro desde el primer relato de su libro Amores que matan, titulado “Engañar al diablo”: Chepe conduce por el camino vecinal que une a Tamboril con La Cumbre. Es el mismo en el que la historia se creció con el vuelo de tres mariposas, en cuyas alas aun descansa la libertad” (p. 3). Como vemos, desde el primer párrafo de ese relato somos incrustados en unas pertenencias históricas que nos dejan claramente marcadas las posturas ideológicas del autor sobre las hermanas Mirabal y su simbología sociopolítica para el discurso revolucionario en la República Dominicana. Otro aspecto notorio en la narrativa de Johan es el excelente discurso poético que permea sus relatos, dándoles a los mismos belleza y frescura en la lectura y en su contenido. Como muestra puedo citar algunos ejemplos: La altura de la loma permite avistar paisajes de ensueños y el sol asciende por el horizonte hasta picar directamente en los ojos” (p. 5-6). “La luz mortecina del ocaso se filtraba por el gran ventanal del dormitorio, advirtiendo de la llegada de la noche” (p. 19). “La noche ya dominaba toda la panorámica que se divisaba tras el ventanal y cientos de luces surgieron de la nada para salpicar de amarillo el horizonte” (p. 20).

…para el silencio luminoso de un sábado por la mañana” (p. 40).

…se lo llevó hacia el caos del asfalto” (ídem).

Como ven, estamos ante el discurso escritural no solamente de un narrador, sino también de un poeta capaz de producir imágenes y metáforas propias de una poética conocedora del lenguaje y su semiología literaria. Así también resucitan las palabras en la poesía y se empalman con la estructura discursiva de la narración para producirnos una historia con sujetos y cartografías codificados en valores estéticos propios de la ideología del autor y/o sus personajes. En el mundo narrativo de Johan, el dualismo hombre/mujer adquiere una serie de valores universalizantes que el autor aprovecha para martillarlos cual estereotipos socioculturales contra nuestra desprevenida lectura. De manera que debemos estar muy atentos para no caer en el engaño de creernos que la realidad existencial de sus personajes constituye una verdad absoluta, en vez de una referencialidad narrativa. O sea que, en el discurso narrativo de Johan, el mapa no es el territorio y el texto no es la historia, sino parte de ella. Por eso encontramos a muchos de sus personajes masculinos en un eterno dolor por el desamor y la incertidumbre, la inseguridad de sus sentimientos hacia la carne y la integridad sociopolítica de aquellas mujeres que les atornillan el pecho con sus más íntimos deseos: “La conocí, y a partir de entonces mis sueños, palabras y deseos nunca volvieron a ser los mismos” (p. 43-44). Los resultados del parto, que se produjo en casa y del que la ‘pequeña Anita’ de Juancito salió muerta, no menoscabaron la fe del joven profesor en el clímax de un amor furibundo capaz de sobreponerse a cualquier pérdida” (p. 37). Llevado por una fuerza ajena a su voluntad, comenzó a caminar en la dirección donde ella lo esperaba … Y así tomó la iniciativa, aleccionado por una mujer que no pedía con la palabra, sino con el mirar, con el refulgir de una mirada que restañaba en sus pupilas como crepitantes gotas de lujurias” (p. 19). No soportaba a Lina, no la amaba ya; era absorbente, calculadora y fría” (p. 105). Después de tantos años al pensar en Andrea no comprendo qué fue lo que me llevó a estar loco por ella” (p. 111). Como vemos, el eterno conflicto de pareja es una constante inspiración en estos relatos y hay momentos en que el desgarre es tan aplastante como experiencia humana, que el impacto hacia el lector puede producir una llamada de atención, un grito en la pared discusiva del texto que nos devuelve a la realidad del ser humano. Y no sólo al ser humano de la metáfora del lenguaje literario, sino también al humano mencionado antes por Don Manuel del Cabral cuando valoraba la transcendencia histórica de la obra de arte. Pues sí que es cierto: a pesar del discurso meloso de los estereotipos del romanticismo, hay amores que matan. Lo cual nos hace no olvidar que “Los domingos la muerte nos mira a los ojos” (p. 95), tal como dice el mismo Johan Rosario en su relato “La mariposa en la cocina”. Por eso es que debemos resucitar las palabras. Resucitarlas para producir un discurso literario que abrigue al ser así como el océano abriga a todos los ríos que en él desembocan. Debemos evocar la resurrección de las palabras para reafirmar, una vez más, que el texto es el oficio, pero el discurso es la historia y no hay literatura sin historia… ¡a pesar de los amores que matan!

Muchas gracias.

© Dió-genes Abréu

Agosto 6, 2009

New York

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