Ser ateo no le impidió a José Saramago hacer el bien, ni acumular en su impecable vida un récord de envidia lo que a solidaridad, coherencia y compromiso social concierne. La Iglesia entera parece quedarle muy chiquita a lo que en vida representó el Gran Saramago. La condena del Vaticano al escritor después de su muerte es una burla no solo a él, sino a todos los hombres que, sin necesidad de acogerse a la sombrilla de una religión, son justos y correctos durante toda su vida. El contexto no pudo ser más desafortunado para lanzar improperios contra el notable autor portugués. Ese Vaticano, hoy tan cuestionado por diez mil diabluras, carece de fuerza moral para irle encima a esa muralla. Creo yo.
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