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Memorias de una ingrata experiencia al visitar México. Dos mundos opuestos: San Diego y Tijuana





Mi esposa Indiana y yo cometimos la osadía cruzar la frontera en auto, desde California, desobedeciendo numerosos consejos en contrario...que si la criminalidad que asecha, que si las bandas de coyotes y traficantes enfrentadas, que si las cabezas que a diario ruedan, que si los secuestros...todo para constatar en directo aquella realidad amarga y lacerante.

Por Johan Rosario

La pobreza de los pueblos mexicanos limítrofes con Estados Unidos es sencillamente abrumadora, como una brasa en llamas calcinándote el alma. Para comprender mejor la presión migratoria que ejercen los mexicanos sobre EE.UU., es interesante acudir al vientre del monstruo. Mi esposa Indiana y yo lo hicimos, para constatar en directo aquella realidad. A menudo hablamos de la ineptitud e indolencia de los desgobiernos que nos hemos dado en República Dominicana, pero ostensiblemente el drama trasciende la frontera de nuestra patria. Es un cuadro triste y desolador que, como maldición sempiterna, se replica por todo el cordón latinoamericano, el del sur. Con justicia escribió Galeano ´Las venas abiertas de América Latina´. Viendo los ninos descalzos, serpenteados por moscas e insectos de toda laya, sucias hasta el dolor sus caritas tristes, las casas desvencijadas y de cartón, cuando no de zinc oxidado, las calles polvorientas y la gente con las esperanzas muertas en sus rostros opacos, se pregunta uno: Dónde está Pena Nieto? Dónde ha estado el PRI? O el Pan de Vicente Fox? Es que no hay gobierno en Tijuana o Mexicali? En estos pueblos se respira miedo, angustia y dolor, además de mucho polvo y tierra. En contraste, y casi como burla de la vida, a apenas una raya de distancia fronteriza, está la imponente, grandiosa, resguardada ciudad de San Diego, California. Dos mundos radicalmente opuestos. En uno prima la más atroz pobreza, inseguridad y falta de oportunidades. En otro, la opulencia ensenoreada, derroche y poderío, la seguridad de sus calles y la riqueza encarnada en sus edificios sin fin parecen querer sacar la lengua socorronamente. Qué cruel mundo vivimos!

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