El panorama actual que vive República Dominicana ante el anuncio de los plegados decretos, muchos de ellos al parecer engavetados para cumplir con un ritual, indica que aun no hemos podido superar el tener que vivir ante un sistema de gobierno principado. Nada más hay que ver la cantidad de políticos desamparados que deambulan por los pasillos del Palacio en busca de sus decretos. En la mayoría de los casos el resultado de los decretos por lisonjas en nada han favorecido a la población, porque en su interior la búsqueda de la gloria ya ha reemplazado a la del amor por la patria. Esta hipótesis choca con la idea de una presente vocación política precoz de nuestros dirigentes, en donde a menudo los grandes hombres que intervienen en la política dominicana son más bien el producto de las circunstancias más que de las ideas, salvos los casos de Bosch y Peña Gómez. Y en su máxima expresión la de Duarte, Sánchez, Mella y Luperón. Los decretos por lisonjas son una verguuenza y una aberración para nuestra sociedad, amén de los resultados corruptos y negativos. Hay que recomendar al Príncipe para un Nobel para que un carajo dirija un ministerio, o alguna poderosa entidad del estado en el recóndito Altamira, Puerto Plata. Que vamos mal, ya nadie lo duda.
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