-RELATO-
Se subió el cuello del abrigo para cobijarse del viento que azotaba Manhattan mientras caminaba hacia algún hotel. Por segunda vez se había retrasado el vuelo, sus intentos de conseguir cupo en otra aerolínea habían resultado vanos y ya era muy tarde para regresar a Upstate. Pensó en Aurora, la imaginaba preocupada esperando verlo aparecer en cualquier momento en el aeropuerto de Santiago. Maldijo el celular una vez más, sólo se oía: «Usted será transferido al correo de voz Codetel, después del tono su llamada será facturada». El sonido impersonal de la voz seguía grabado en su cerebro desde el último intento.
«Habrá que aguardar a que el clima mejore, se espera una fuerte nevada, muchos vuelos se han retrasado» — dijeron en el aeropuerto, como si fuese consuelo que otros cientos estuviesen en la misma situación. Pasaría el 31 de diciembre en Nueva York. Ya lo había decidido, pero los hoteles estaban repletos.
La ciudad, como siempre, hervía de gente, las luces que adornaban los edificios, los atuendos navideños, todo semejaba uno de esos sueños fantásticos, donde nada es imposible. Un taxi se detuvo a su lado. Un taxi. Un milagro. Sin pensarlo más abrió la puerta y se zambulló en el carro amarillo.
—¿Adónde lo llevo, lidei? —preguntó el taxista, con obvio acento cibaeno.
—A un hotel.
El taxista lo miró a través del retrovisor.
—¿Pa´ doimi?
—Por supuesto, ¿para qué, si no? —dijo, sintiéndose ridículo apenas cerró la boca.
—Mire mi heimano, en una noche como hoy hay mujere poi pi pá, si quiere lo llevo jata´ una go go...
—No gracias, estoy cansado, consiga un hotel donde pueda dormir, por favor —interrumpió.
—...Un hotei en el Aito Manhattan. Por aquí no encontraremos nada libre, a no sei lo motele de Yonke —dijo el taxista.
—Yonkers? No hombre hermano, si decido no devolverme a casa es porque queda lejos, pero tampoco me rebajaré tanto. Vayamos mejor a algún punto de Downtown. que Manhattan no es solo Washington Heights.
—¿De que paite dei pai eh ute?
—Naci aqui, pero mis padres son de Villa Lobo.
—¿Y dónde eh eso critiano?
—En la linea...pertenece a Santiago Rodriguez, creo.
—Ahh.
A través de la ventanas del carro vio que estaban en la avenida 95. El pintoresco conductor criollo dobló en una de las esquinas en bola de humo y detuvo el vehiculo frente a un edificio gris de seis pisos. Arriba de una puerta de vidrio en letras que en un tiempo fueron doradas, rezaba: Continental Hotel. Pagó lo que marcaba el taxímetro y dejó el cambio. Bajó y fue directamente al hotel. A través de la puerta de vidrio todo se veía de una coloración rojiza, tonalidad que se acentuó al entrar, pues provenía de los faroles rojos que colgaban del techo. Detrás del mostrador una mulata, dominicana por sus facciones, inclinó ligeramente la cabeza y le regaló una leve sonrisa.
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches. Una habitación, por favor.
—¿Por cuánto tiempo?
—Aún no lo sé. Tal vez dos días.
La mujer tomó sus datos, y le entregó una tarjeta.
—Piso 12, habitación 1210.
—¿Pero este edificio no tiene 12 pisos?
Ella sólo lo miró y le señaló el ascensor con un gesto en las cejas. Estaba demasiado cansado para discutir. Prefirió quedarse callado y entró al elevador. Marcó su piso y esperó a que la luz intermitente se apagara alllegar. El ascensor se detuvo con un largo quejido. Se escuchó otro sonido lastimero al deslizarse la puerta hacia un lado y un largo pasillo desnudo se ofreció ante su vista. Al final, una puerta. Su habitación, supuso. En efecto era la 1210. Deslizó la tarjeta por la ranura y la mujer del mostrador, la misma dominicana que le recibió, misteriosamente le dio la bienvenida también en la habitación. Llevaba puesto un traje de seda color pardo, pegado como una segunda piel. Se le acercó y recibió su pequeña maleta, colocándola a un lado. Luego, sin apenas decir media palabra, le ayudó a quitarse el abrigo, y prosiguió con toda su ropa, con movimientos delicados, tan sutiles que parecía no tocarlo. Una vez que estuvo desnudo lo llevó a la cama y fue cuando él se dio cuenta que el vestido de seda no existía. Era su piel, tan suave al tacto que sus dedos parecían deslizarse, creyó que soñaba pero sabía que estaba despierto; experimentaba un placer desconocido: el que la bella criolla, de dientes perfectos y dotada de curvas espectaculares, le proporcionaba sin permitirle un momento de descanso, hasta dejarlo exhausto como si hubiese corrido el Maratón de Nueva York. Cuando abrió los ojos se encontró solo en la cama. La bella mulata ya se había esfumado sin dejar rastros. Tenía el pijama puesto, al parecer había dormido tanto que ya el pálido sol del invierno se colaba por las rendijas que dejaban a los lados las cortinas rojas. Sobre la mesa de noche, su reloj de pulsera marcaba las tres de la tarde, pero el indicador de la fecha parecía dañado. Abrió las cortinas y la luz entró eliminando cualquier rezago fantasmagórico que quedara en el cuarto y sobre todo, en su mente. Parecía que el clima permitiría que su vuelo pudiese partir. Se metió rápidamente al bano y se dio una ducha...pero cuando regresó con la toalla sobre el cuello, el cuerpo aun chorreante de agua, se encontr ó de frente con aquel dantesco mensaje que cambiaría por siempre sus días. El, que tanto anhelaba llegar a Republica Dominicana, en donde su amada Aurora le esperaba ansiosa, entusiasmada, ahora solo tenía de frente, escrito sobre el gavetero del dormitorio, a grandes rayas con pintalabio rojo de a dolar, la sentencia ante la que muchos no habrían vacilado en un suicidio eficaz y seguro: Bienvenido al Club del Sida, pendejo. Gracias por no usar condón.
(*Tomado del libro Amores que matan, de Johan Rosario).-
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