Por Sara Pérez
El domingo pasado fui a ver "La lucha de Ana", una película dominicana, dirigida por Bladimir Abud y protagonizada por la actriz Cheddy García, absolutamente magnífica, en un rol dramático, que compagina tragedia y dignidad, en el desolador escenario de la miseria urbana en Santo Domingo.
No he visto todas las películas dominicanas que se han hecho, un par, porque no he tenido oportunidad y otras, como una, me parece que protagonizada por "Robertico" Salcedo, porque tras ver los "avances", tomé todas las precauciones para no coincidir con ellas en el cine, ni por equivocación.
Varias se han exhibido mientras estaba fuera del país, pero dos o tres de ellas pude verlas en HBO, aunque ver una película en televisión es ver televisión, no cine. Los lenguajes son distintos.
De todas formas, me parece que he visto lo suficiente como para tener la certeza de que "La Lucha de Ana", dentro de los proyectos cinematográficos que se han realizado en nuestro país, es un salto cualitativo absolutamente excepcional. Está muy bien lograda.
Con ella, el cine dominicano se afianza en otro nivel que no es el de la risa fácil frente al chiste idiota y vuelve unos ojos, agudamente reflexivos, hacia adentro de la sociedad dominicana, hacia uno de sus más emblemáticos paisajes paupérrimos y hacia varios de sus más agudos y dolorosos problemas sociales.
La obra es terrible y hermosa. Está hecha por gente que siente sobre su cabeza el peso de un país completo.
Desde una perspectiva que plasma con puntualidad desgarradora, no carente de cierto humor que no caricaturiza, ni menosprecia, la película se adentra en los callejones que parecen sin salida de la marginalidad dominicana.
Los de esta cinta, son ojos penetrantes, compasivos, irónicos, a veces implacables, en la honestidad con que recorren el panorama de las casuchas de La Zurza, o con que se detienen ante las aguas podridas del Ozama o se levantan desde la patrulla que acaba de asesinar a un joven que no le oponía resistencia, hasta el paso de los vagones del Metro. Todo un tratado sobre la semiótica del ejercicio de poder en República dominicana.
Ojos que flaquean, conmovidos, un momento y deciden edulcorar un poco el desenlace , abriendo un par de puertas, como si armadores y ejecutantes no tuviera corazón para terminar una historia con la verosímil inclemencia que ciertamente le corresponde.
La naturalidad de los diálogos y la incorporación de las jergas propias de los ambientes en el que transcurre la trama, son aspectos a destacar y celebrar.
Con frecuencia, en las cintas dominicanas previas, a muchos actores se les transparentaba demasiado la lectura del libreto. Los diálogos, en muchas otras películas, no siempre fluyen con la espontaneidad necesaria y se les sentía mucho la marcada rigidez de quien está repitiendo las líneas de un texto memorizado, acompañado y agravado el defecto, por las incoherencias y falta de sincronía entre el lenguaje corporal y el lenguaje oral.
Muchas pésimas telenovelas mexicanas y colombianas y las comedias actuales de televisión en República Dominicana, suelen tener muy acabados ejemplos de esos habituales gafes.
La película dirigida por Abud está considerablemente depurada en ese aspecto. Imagino que alcanzar esa depuración implicó muchísimo trabajo, innumerables repeticiones de tomas y una meticulosa edición.
No estoy segura de que los esporádicos defectos técnicos de encuadre y nitidez corresponden a la grabación original o a problemitas de proyección, a lo que siempre hay que añadir el volumen excesivo que es de rigor en todas las salas de cine dominicanas, como si los espectadores estuvieran poco menos que sordos.
El vestuario amerita un aplauso aparte, porque por sí solo constituye un documental antropológico.
Según me han comentado, Cheddy García ha trabajado como comediante. No he visto nada de ella en esa faceta, pero como actriz dramática en su papel de Ana, una vendedora de flores, cuyo único hijo es asesinado en la calle, poco después de cumplir 16 años, es simplemente magistral. De muchas maneras, su personaje no es el de un individuo, sino el de un sector social. Ana es un perfecto arquetipo de mujer dominicana contemporánea.
Otras diversas actuaciones merecen especial reconocimiento: la del consagrado actor José Checo, en su papel de abogado y la Miguel Ángel Martínez, como el repugnante capitán García, entre otros.
No pueden ser más acertadas, varias de las soluciones narrativas y artísticas. La mejor, la más impresionante de todas, la que oprime el corazón y llena los ojos de lágrimas, es el clímax mismo de la película: el desgarre, la desesperación total, expresados con las imágenes y la música, sin los sonidos del grito, ni de su entorno.
Corregiría algo para afinar la verosimilitud: en vez de la suspensión del nombramiento al político criminal y corrompido, lo pondría recibiendo una condecoración del Presidente.
La película es dolorosa, desgarradora, apabullante. Cuando se acaba, da trabajo levantarse del asiento, por el peso devastador de un testimonio que sabemos cercano, perturbador e irreductiblemente ajustado a la verdad.
Mis más cálidos aplausos para sus realizadores. La película está hecha con furia y con amor. También con mucha amargura, como corresponde. No solo eleva el cine, sino la identidad dominicana en pleno. Gracias a quienes corresponda. De Acento.